Sequía

El páramo se resquebrajaba, mis pasos se oían a kilómetros en la soledad de su expansión.

Atravezaba un espacio secreto de un planeta moribundo. Abandonado y sediento de llúvia. Las nubes pasaban como retratos, cada una tenía un rostro, todos lejanos, pasaban llovían y se iban. Pero sus gotas nunca llegaban a mojarme a mí o al suelo. Éramos impermeables. 

Me di cuenta y no encontraba la salida. Bordeaba sin final, era un espacio circular, rodeado de petróleo caliente. Sus humos causaban las nubes con caras. Caras asustadas, molestas, curiosas, desconocidas. Las caras cuya lluvia no me alcanzaba.

Tenía sed, mis pies sangraban con cada paso. ¿Cuánto tiempo llevo caminando?  El dolor ha estado tanto tiempo ahí que no recuerdo como se siente no tenerlo. ¿Acaso quiero que se vaya?

El petróleo caliente consumía la eventual flora podrida que iba pisando. Cada año el páramo se achicaba más, y más. Atrapandome más y más, hasta que solo quedó lo que estaba bajo mis pies.

Me sostengo de pie, mientras la lluvia no me toca, y el petróleo me comienza a quemar el cuerpo. Poco a poco me vuelvo carbón, y poco a poco me vuelvo cenizas.

En el cielo puedo ver sus pestañas, a través del cristal entre mi iris y el suyo. El silencio en mi garganta exhibe como el lázer de la mirada a borrado la hilación de mis sinapsis. Me quedo inmovil, muda, blanca, muerta.

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