Balanceandome llegué a su cuarto. En la oscuridad, tambaleando, tanteando el camino para no caer. Buscando la ayuda para no morir en mi locura. Toqué su puerta y entré a la luz. Caí al suelo derrotada y me derretí en un charco de agua salada. Perdí otra batalla contra el ego. Sentí por primera vez caricias en mi muñeca, lentas y calientes, resbalaban rojas.
Dulcemente colocó el papel que absorbió el vino de mis venas y me dijo que estaba bien. Que iba a estar todo bien.
Temblé sacudiéndome los pensamientos, me levanté y cojeando regresé a la pelea. Llena de tristeza, frustración e inseguridad. Vi a mi oponente, levanté los puños, decidida a cubrirme de cada golpe, anticipando cada daño a recibir para que doliera menos, pero dolía más de lo que pensaba.
Sangré cada emoción y quedé vacía, mi oponente también se quedó sin fuerzas. Abatidos ambos, desplomados en el suelo lleno de nuestra sangre, lloramos.
Suspiramos, prometimos, dormimos y soñamos. Abrimos los ojos y la pesadilla aún continuaba pero algo era diferente. Era un sueño repetido, ya sabiamos qué hacer.
Me dio un beso, y del abono en nuestros corazones finalmente comenzaron a crecer plantas. Cada uno tiene su planta, y cada uno va a cuidarla. No serán las mismas plantas, ni las que esperamos, pero son las que tenemos y son las nuestras.
Le dije gracias y la comencé a regar.
Comentarios